Lo que ocurrió en la peatonal Mendoza de San Miguel de Tucumán podría haber sido parte del guion de una serie futurista, pero sucedió a plena luz del día, ante los ojos de peatones, comerciantes y estudiantes. La ciencia ficción dejó la pantalla y tomó forma tangible con la aparición de dos robots, bautizados como “Chicho” y “Amancio”, que irrumpieron inesperadamente en la rutina urbana, provocando una mezcla de sorpresa, fascinación y una pizca de inquietud.

El primero en llamar la atención fue Chicho, un robot cuadrúpedo cuyas articulaciones simulaban movimientos suaves y casi juguetones, similares a los de una mascota. Caminaba por la vereda con soltura, deteniéndose a interactuar con los curiosos que se le acercaban. Muchos niños, sin temor alguno, lo acariciaban y le hablaban como si fuera un perrito verdadero. A simple vista parecía un artefacto simpático, pero en realidad estaba equipado con sofisticada tecnología: cámaras de alta definición, sensores de profundidad, capacidad de reconocimiento facial en tiempo real y sistemas para patrullaje autónomo. En Santiago del Estero, incluso, ya fue incorporado oficialmente a funciones de vigilancia y recibió el rango de “Cabo Lugones”. En Tucumán, al menos por ahora, su papel se limita a ser una novedad callejera.
Junto a él caminaba Amancio, un robot humanoide que imponía respeto con su presencia: alto, erguido, inexpresivo. Su andar era firme, equilibrado, casi idéntico al de una persona, aunque su rostro metálico y su silencio perpetuo recordaban que no se trataba de un ser humano. Dotado de sensores que le permiten mantenerse en pie pese a empujones o irregularidades del terreno, no expresaba emociones ni pronunciaba palabra alguna. Simplemente avanzaba, bajo la mirada desconfiada de algunos y la curiosidad de muchos.
Uno de los técnicos responsables del operativo explicó que estos robots aún no toman decisiones autónomas, aunque podrían hacerlo si se les integrara inteligencia artificial. La frase, ambigua y provocadora, quedó flotando en el aire como un eco del futuro.
Mientras los niños reían, preguntaban y se acercaban sin miedo, los adultos observaban con emociones más complejas: entre asombro, nostalgia por un tiempo sin tanta tecnología y cierto temor latente. Una mujer mayor, celular en mano, resumió esa mezcla de sentimientos al decir: “Es lindo, pero da un poco de miedo. ¿Y si se le cruzan los cables?”.
En cuestión de minutos, el lugar se transformó en un escenario improvisado. Decenas de celulares captaron imágenes, grabaron videos y los compartieron en redes sociales con descripciones como “Increíble lo que hay en el centro”. Como si fuera necesario registrar el momento para confirmarse a uno mismo que lo que se vivía era real.
La frase más reveladora tal vez la pronunció un niño de siete años, cuando le preguntaron si prefería un perro de carne y hueso o uno como Chicho. Su respuesta fue clara: “Este”.
Sin embargo, detrás de la apariencia amigable y las escenas de ternura, el trasfondo es otro. Tanto Chicho como Amancio fueron concebidos como herramientas tecnológicas aplicadas a la seguridad. Llevan incorporados radares, sensores térmicos, lectores de gases y capacidad para operar en ambientes adversos. Su diseño robusto impide que sean fácilmente derribados o desconectados. Además, su código es abierto, lo que significa que pueden ser programados en distintos lenguajes como Python o C++, y adaptados a múltiples tareas. Por el momento, no poseen autonomía plena, pero la posibilidad de integrarla está sobre la mesa.
Este viernes, ambos serán presentados de forma oficial en una exposición de tecnología en el Hotel Sheraton, donde compartirán espacio con otros prototipos menos vistosos, pero más especializados. No obstante, su paseo por el microcentro ya cumplió un objetivo: despertar el interés colectivo y generar conversación en la comunidad.
Una joven, que se animó a acariciar a Chicho, expresó entre risas nerviosas una reflexión cargada de contradicción: “Me parece tierno… pero espero que no nos termine matando”.
Quizás en esa frase se resume mejor que en ninguna otra la sensación general que dejó esta experiencia. El siglo XXI nos enfrenta constantemente con el asombro y el miedo a partes iguales. Nos maravillamos con los avances tecnológicos, pero también nos preguntamos hasta dónde podrían llegar. Mientras tanto, Tucumán fue, por un rato, escenario de ese dilema global: entre selfies y sensores, el futuro caminó entre nosotros.
