En una jornada que quedará grabada para siempre en la memoria del fútbol argentino, Platense logró lo impensado y se consagró campeón por primera vez en su historia, tras vencer por 1 a 0 a Huracán en una emotiva final disputada en Santiago del Estero. La ovación que llenó el estadio, paradójicamente, no provino únicamente de su hinchada. También los simpatizantes del Globo aplaudieron de pie, reconociendo la gesta del Calamar y el esfuerzo noble de su propio equipo, que cayó con dignidad.

El festejo de Platense es mucho más que un título: es la culminación de 120 años de espera, de historias mínimas y resistencias silenciosas. Es la coronación de un equipo que, con humildad, sacrificio y un fuerte sentido colectivo, logró convertirse en el campeón del torneo Apertura. Desde los banquillos, el Negro Gómez y el Pelado Orsi –arquitectos de esta epopeya moderna– fueron el alma de un grupo que apostó a la unión y al trabajo en equipo por encima de las individualidades. Y así, con entrega, estrategia y una dosis justa de fútbol, lograron alcanzar la gloria.

La final fue un reflejo del camino transitado. Platense no deslumbró, pero sí supo ser efectivo. Huracán dominó los primeros compases del encuentro, con algunas aproximaciones peligrosas como el zurdazo de Urzi o la buena conexión entre Miljevic y Mazzantti. El Calamar, por su parte, mostró destellos esporádicos de peligro, sobre todo cuando tuvo espacio para atacar. En medio de un juego trabado y lleno de tensiones, emergió el talento de Taborda, director de orquesta del equipo, que llevó peligro a través de la pelota parada.

El partido, sin embargo, tuvo su punto de inflexión en una jugada memorable: un tiro libre lanzado por Taborda encontró en Vázquez a un intérprete preciso, que bajó el balón para que Mainero, con una volea impecable, dibujara una obra de arte. La pelota se incrustó cerca del ángulo, inalcanzable para el arquero Galíndez. Fue el instante que cambió la historia. Platense se aferró a esa ventaja con uñas y dientes, mientras Huracán intentaba, sin claridad, revertir el resultado.

El equipo de Kudelka, con cambios ofensivos como los ingresos de Sequeira, Alanis y Schor, intentó torcer el destino. Incluso Wanchope Ábila fue llamado al campo como última carta, aunque su aporte fue limitado. El Globo, que venía de varias frustraciones recientes, volvió a tropezar en un momento clave. Supo competir, pero no logró imponerse en una final que requería más determinación. La tristeza de los de Parque Patricios fue evidente, pero no debe opacar el esfuerzo ni su recorrido hasta llegar a esa instancia.

Del lado del flamante campeón, el segundo tiempo fue una muestra de disciplina y temple. Cozzani en el arco, Vázquez como capitán incansable, y Taborda manejando los hilos desde el mediocampo, fueron pilares fundamentales. Schor, Herrera y Mainero completaron un cuadro que, sin lujos, fue sólido y efectivo. Cada jugador asumió su rol con determinación, y ese compromiso colectivo fue la clave del triunfo.

Al sonar el pitazo final, la emoción explotó. Abrazos, lágrimas, cánticos y medallas. Platense había tocado el cielo con las manos. En ese momento, no quedó rastro de Huracán sobre el césped. Solo los festejos de un club que, durante décadas, soñó con este día. Desde Saavedra hasta Vicente López, desde el histórico cruce de Crámer y Pedraza hasta cada rincón donde late un corazón calamar, se celebró una hazaña que parecía inalcanzable.

Este campeonato es más que una copa. Es un símbolo. Una promesa cumplida. Es el mensaje de que, aún en un fútbol cada vez más desigual, cualquier equipo con convicción y entrega puede soñar en grande. En un torneo donde las sorpresas están a la orden del día, Platense se convirtió en el ejemplo perfecto de que los milagros existen. Hoy, más que nunca, el fútbol argentino aplaude de pie a su nuevo campeón.

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