En un contexto global marcado por el calentamiento del planeta y fenómenos climáticos extremos, surge una pregunta esencial: ¿es viable frenar el avance de la desertificación? En el norte del continente africano, once naciones han asumido desde hace casi veinte años un desafío titánico que busca dar una respuesta afirmativa. Su plan consiste en levantar una vasta franja ecológica que funcione como una barrera contra el desierto: una “muralla verde” de aproximadamente 8000 kilómetros de extensión, desde las costas del Atlántico hasta las orillas del Mar Rojo. El objetivo: recuperar tierras degradadas y detener la expansión de zonas áridas.
Contrario a ciertas percepciones erróneas, los especialistas subrayan que el problema ambiental en esta región no radica en el desierto del Sahara en sí, pese a ser el más extenso del mundo tras la Antártida, casi tan grande como todo Estados Unidos. Según Jean-Marc Sinnassamy, funcionario del Fondo para el Medio Ambiente Mundial, el Sahara cumple funciones ecológicas de gran valor, como la fertilización de ecosistemas distantes como la selva amazónica y la promoción de cadenas alimenticias en los océanos. El verdadero desafío, aclara, está en el proceso de desertificación que afecta al Sahel, una franja ecológica adyacente al sur del Sahara, que se extiende desde Senegal hasta Djibuti, y donde se están perdiendo tierras previamente productivas.
Durante las últimas décadas del siglo XX, el deterioro ambiental del Sahel tuvo consecuencias devastadoras: no solo comprometió la biodiversidad —causando la desaparición de antílopes, elefantes y jirafas, además de la pérdida de humedales clave para las aves migratorias—, sino que afectó profundamente las actividades humanas. Entre los factores que aceleraron la degradación se cuentan la tala masiva, el uso intensivo de la madera para energía, la destrucción de bosques de secano y un pastoreo sin control, que dejaron los suelos expuestos a la erosión.
Frente a este escenario, en 2005 se dio el primer paso formal hacia una respuesta coordinada. En una cumbre celebrada en Burkina Faso, los entonces presidentes de Nigeria y Senegal propusieron crear una “Gran Muralla Verde” para contrarrestar la desertificación en el Sahara y el Sahel. Más tarde, este proyecto adquirió una dimensión continental cuando la Unión Africana lo adoptó como iniciativa estratégica, estructurándolo en una hoja de ruta a diez años. Actualmente, once países están involucrados activamente: además de los mencionados Nigeria y Senegal, participan Djibuti, Eritrea, Etiopía, Sudán, Chad, Níger, Mali, Burkina Faso y Mauritania.
En 2021, con ocasión de la Cumbre One Planet, se consolidó el respaldo financiero internacional. Diversos actores, incluidos bancos multilaterales y regionales, prometieron un aporte global de 14.200 millones de dólares, de los cuales 6500 millones provienen del Banco Africano de Desarrollo. No obstante, se estima que el financiamiento requerido para 2030 es más del doble: 33.000 millones de dólares. Con ese capital se busca restaurar 100 millones de hectáreas, capturar 250 millones de toneladas de dióxido de carbono y generar al menos 10 millones de empleos verdes en áreas rurales. La coordinación técnica y administrativa del programa recae en una agencia panafricana con sede en Mauritania.
Uno de los principales desafíos conceptuales que enfrentó el proyecto fue el de romper con la idea simplista de que se trataba solamente de plantar árboles. Según Sinnassamy, La Gran Muralla Verde implica intervenciones muy diversas, adaptadas a cada entorno local, que incluyen prácticas de regeneración del suelo que no necesariamente dependen de la forestación. De hecho, muchas iniciativas anteriores basadas solo en reforestación fracasaron, mientras que aquellas impulsadas y apropiadas por las comunidades locales han tenido mejores resultados. Por eso, la clave del éxito está en vincular la restauración del ambiente con las necesidades de la población: agua, alimentos y medios de vida.
Un ejemplo emblemático de restauración ecológica en la región es la historia de Yacouba Sawadogo, apodado “el hombre que detuvo al desierto”. Este agricultor burkinés, fallecido en 2023, fue galardonado con el premio Right Livelihood —considerado el “Nobel alternativo”— por su trabajo pionero en la recuperación de suelos. Durante la grave sequía del Sahel en los años 70 y 80, Sawadogo mejoró la técnica tradicional del zaï, que consiste en cavar pequeños pozos para conservar el agua de lluvia. Él propuso llenar esos pozos con estiércol y residuos orgánicos antes del inicio de la temporada húmeda, favoreciendo la fertilización del suelo y atrayendo termitas que, al excavar sus túneles, ayudaban a airearlo. Gracias a este método, se lograron recuperar más de tres millones de hectáreas de tierra.
Otro mito que fue necesario desterrar es la suposición de que el crecimiento demográfico necesariamente perjudica la regeneración ambiental. En realidad, en varias zonas del Sahel se ha observado lo contrario. En Níger, por ejemplo, la expansión de la población hizo que muchos campesinos asumieran una actitud más protectora hacia los árboles, conscientes de su valor. Esta toma de conciencia permitió regenerar cinco millones de hectáreas, constituyendo uno de los mayores esfuerzos de restauración del continente.
También se han registrado avances en la creación de sistemas agroforestales más sostenibles. En Senegal, se plantaron más de 20.000 hectáreas con especies como la Acacia senegal, una variedad que produce goma arábiga, muy demandada en las industrias alimenticia, cosmética y de pinturas. Estas acciones no solo promueven el reverdecimiento del paisaje, sino que ofrecen oportunidades económicas concretas.
Pese a estos logros, el futuro del proyecto enfrenta importantes obstáculos. La inestabilidad política, el terrorismo, la pobreza estructural y la debilidad institucional en varios países del Sahel dificultan la implementación sostenida de programas ambientales de largo plazo. Aun así, Sinnassamy mantiene una visión optimista. Destaca el papel central de las mujeres como agentes de resiliencia en las familias, y subraya que el 65% de la población de la región tiene menos de 25 años, lo que representa un enorme potencial humano. “Nunca ha sido tan verdadero el dicho de que las mujeres son el futuro de la humanidad”, concluye con esperanza.
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