La imagen de sor Geneviève Jeanningros, arrodillada conmovida frente al ataúd del papa Francisco en la basílica de San Pedro, dio la vuelta al mundo y conmovió a millones. Ese gesto, que rompió con el protocolo previsto para las ceremonias fúnebres papales, no fue para ella un acto de rebeldía sino una muestra profunda del vínculo que la unía con el pontífice. En una entrevista posterior con Vatican News, explicó con sencillez: “Para mí, él fue como un padre, un hermano, un amigo. Su ausencia se sentirá en todos lados”.
Geneviève no es una religiosa cualquiera. Pertenece a la orden de las Hermanitas de Jesús y lleva más de medio siglo trabajando junto a los más marginados de Roma. Desde hace 56 años, ha acompañado y asistido a comunidades de feriantes, personas sin hogar y mujeres trans que ejercen la prostitución en los márgenes de la capital italiana. En ese contexto conoció al papa Francisco, quien la bautizó cariñosamente como “la enfant terrible” por su carácter irreverente y comprometido. Era frecuente que el papa la llamara por teléfono para bromear y mantenerse en contacto.

El último miércoles, sor Geneviève, de 82 años, se encontraba entre quienes hacían fila para despedirse del papa dentro de la basílica vaticana. Sin embargo, no se conformó con observar de lejos. Rompió la formación y se acercó hasta el féretro de madera para despedirse cara a cara de su “hermano del alma”. Al ser abordada por periodistas, se mostró demasiado afectada para hablar: “No puedo, lo siento. No quiero hablar con nadie. Lo quise demasiado, eso es todo”, fueron sus únicas palabras en ese momento. Más adelante, accedió a compartir sus sentimientos con medios vaticanos, describiendo que su comportamiento había sido simplemente un modo de rendir tributo a un “papa extraordinario”.
Al recordar su relación con Francisco, no ocultó la emoción: “Voy a extrañar su mirada, su forma de mirarme y decirme que no me rinda. También su apoyo, porque sí, recibimos mucha ayuda, pero más que nada fue un soporte moral. Lo visitamos muchas veces y siempre nos recibió con una calidez infinita. Su presencia daba esperanza”.
Geneviève subrayó que el papa no era solo una figura espiritual para ella y su comunidad, sino una presencia tangible y cercana. “Para nosotros fue un guía, pero también alguien de la familia. Por eso duele tanto. Y lo vemos en la gente. Su muerte ha tocado a muchos, no somos los únicos que sentimos esta pérdida”, afirmó.
Una vida de entrega y lucha junto a los excluidos
La historia personal de sor Geneviève tiene raíces profundas en la lucha por los derechos humanos. Es sobrina de Léonie Duquet, la monja francesa que fue secuestrada durante la dictadura militar argentina. Como integrante de las Hermanitas de Jesús, ha hecho de su vida una entrega constante a los más desfavorecidos. Durante años, cada miércoles acudía al Vaticano acompañada por grupos de personas trans y homosexuales, muchos de los cuales viven en situación de vulnerabilidad y se ven forzados a ejercer la prostitución en zonas marginales de Roma.
Durante los momentos más duros de la pandemia de Covid-19, sor Geneviève no bajó los brazos. Junto al sacerdote Andrea Conocchia, párroco de la iglesia Santísima Virgen Inmaculada en Torvaianica, se dirigió al cardenal Konrad Krajewski, el limosnero papal, para solicitar ayuda urgente para la comunidad trans y los feriantes, que sumaban entre 40 y 50 personas y habían quedado sin medios de subsistencia. Muchas de estas personas eran migrantes sudamericanos.
Su labor también incluyó acercar a estas personas al papa en múltiples ocasiones. En una de ellas, una mujer trans que había compartido un encuentro con Francisco fue asesinada poco después. Sor Geneviève le llevó una foto de aquel momento al papa, quien al verla se tomó un momento para rezar por ella.

Uno de los gestos más significativos que logró fue la visita de Francisco al parque de atracciones de Ostia, el 31 de julio de 2024, donde el pontífice se reunió con trabajadores de feria, cumpliendo así un deseo largamente acariciado por la religiosa.
A lo largo de los años, su figura se ha vuelto símbolo de una Iglesia cercana a los marginados, en perfecta sintonía con el espíritu del pontificado de Francisco. Su emotiva despedida no solo fue una expresión de dolor personal, sino también una manifestación pública de todo lo que este papa significó para quienes viven en las periferias del mundo.
