Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)

Cuando alguien que administra los bienes de un incapaz o de un mandante lo endeuda y lo arruina, en nuestro país es penado por administración fraudulenta conforme al inciso 7º del artículo 173 del código penal[1].

Este delito está tomado de la legislación alemana donde se lo llama Untreue, o sea, infidelidad, siendo la misma expresión que se emplea para la matrimonial.

Ahora, cuando los bienes que se dilapidan o comprometen son los de la administración nacional, no queda otro recurso que aplicarle la misma disposición, pero la pena máxima es de seis años, aunque el daño que haya causado sea muchísimo mayor que en el caso de la administración del incapaz o del mandante, porque lesiona a toda la sociedad, impide su desarrollo, afecta derechos adquiridos como el de una jubilación o pensión digna, hace perder ahorros, etc.

Ante una pena tan baja, la intuición popular acierta cuando afirma que quien roba poco va preso y quien roba mucho queda impune o la lleva liviana, confirmando la metáfora de la telaraña reiterada desde Plutarco hasta el Martín Fierro pasando por Balzac: las leyes no se diferencian de las telas de araña, sino que, como éstas, enredan y detienen a los débiles y flacos que con ellas chocan, pero son despedazadas por los poderosos y los ricos. Por cierto, el derecho parece atrapar insectos, pero no buitres.

Pero por lo menos, de momento tenemos este delito en nuestro código, que lo cometerían los funcionarios a cargo de la administración, con la participación necesaria de quienes posibilitaron el descalabro, por acción o por omisión.

Lo común en nuestra América es el endeudamiento astronómico, sin que esto redunde en inversión en obra pública, en infraestructura productiva ni en nada útil, sino que se volatilice y vaya a dar a bancos extranjeros o a refugios fiscales.

Es claro que un endeudamiento astronómico que compromete el PBI de algunos de nuestros países sin ningún efecto positivo, es una administración ruinosa de los bienes que se le han confiado, es decir, una clara infidelidad. Los bancos que otorgan esos créditos quizá no puedan ser considerados partícipes, pero los funcionarios de organismos internacionales de crédito, que tienen el deber de vigilar la inversión y la economía del posible deudor, al omitir constatar que se trataba de maniobras ruinosas, serían partícipes necesarios de los delitos cometidos en nuestros países. 

Aunque en nuestra región abundan los defensores de la total libertad de mercado que les permite cometer estos delitos proclamándose herederos del liberalismo, su invocación es rotundamente falsa, pues el cuidado y la prudencia en el endeudamiento público no es algo nuevo en nuestra cultura, sino que proviene precisamente del siglo XVIII europeo, enraizado en los orígenes mismos del iluminismo y del liberalismo.

La condena al endeudamiento público irresponsable se remonta a Adam Smith, quien advertía contra los estados europeos endeudados de su tiempo, señalando que quizá esto los lleve a la ruina[2]. No menos terminante era Kant, quien condenaba cualquier deuda pública relacionada con la política exterior como enemiga de la paz ( Es sollen keine Staatsschulden in Beziehung auf äussere Staatshändel gemacht werden)[3].

Tal vez de esta tradición proviene la prudente disposición del artículo 115 de la Grundgesetz alemana, que condiciona el endeudamiento del Estado, poniéndole límites muy estrictos y condiciones formales elementales, como el necesario paso por el Parlamento. Lamentablemente, en nuestra defectuosa Constitución, nosotros no tenemos una disposición similar.

De momento, en el orden interno disponemos sólo de la versión criolla de la Untreue y, en lo internacional continental, de denunciar el hecho como una grave violación de derechos humanos, conforme al artículo 26º de la Convención Americana, que impone a los estados miembros la progresividad del desarrollo. Si bien se ha discutido la exigibilidad de esta disposición, no sería discutible que la viola una conducta defraudatoria de tal magnitud que provoca una abierta regresión de ese derecho, sin perjuicio de la lesión al derecho de propiedad de muchos ciudadanos, protegido por el artículo 21º de la misma Convención. 

Foto Archivo
Foto: Archivo

De todas formas, la pena de la administración fraudulenta no pasa de seis años y el trámite de la denuncia ante el sistema interamericano de derechos humanos suele demorar por lo menos diez años. Estas son las débiles previsiones que tenemos en nuestro derecho positivo y ante el derecho internacional regional.

No se puede pretender una mayor pena para la administración fraudulenta de nuestro código, porque se trata de un delito contra la propiedad. Pero a cualquiera se le ocurre que en estos hechos no sólo hay una lesión a la propiedad pública y de los ciudadanos, sino algo más, que se acerca a un delito contra el Estado, porque lo descalabra al destruir su economía. 

Esto ha sido observado hace algunos años por el profesor alemán Wolfgang Naucke, que escribió un interesante ensayo de aproximación a lo que denomina delito económico-político[4], concepto cuyo origen rastrea desde las condenas a los empresarios que proveyeron al nazismo y a los que se aprovecharon de la explotación de la mano de obra forzada. Si bien luego no se lo ha considerado en el derecho internacional, en 1989 resurgió la cuestión cuando se acusó a Honecker por alta traición económica imputándole la ruina del sistema económico de la República Democrática Alemana (DDR) y, veinte años más tarde, en 2010 con el procesamiento de Haarde, ex-primer ministro de Islandia, por negligencia en el control del comportamiento bancario, que desató la crisis que obligó a la estatización de los bancos con dinero de los contribuyentes y descenso del nivel de vida de la población.

De todas maneras, Naucke está más preocupado por la maniobra de macroestafa de los bancos de 2008, que llevó a la gran recesión, haciendo que a los Estados Unidos se le extorsionaran 500.000 millones de dólares y a Alemania 400.000 millones de euros, para rescatar a los mismos bancos estafadores, porque eran los únicos que conocían el know how para salir de la crisis. De allí que el concepto de delito económico-político de Naucke sea más difuso y su definición para tipificarlo como delito resulte más riesgosa.

Siempre se debe ser cauteloso al crear delitos, porque muchas veces pueden producir efectos contrarios o paradojales, debido a la perversión inherente a la selectividad del poder punitivo, que invariablemente recae sobre el más débil, que es el más vulnerable. Por eso, la indignación es mala consejera en estos casos.

De todos modos, la ventaja que tendríamos en el sur es que la tarea sería más sencilla que en el norte, porque los agentes locales del poder financiero encaramados en el aparato político cometen aquí acciones más burdas. Un primer paso sería tipificar lo que salta a la vista porque desarticula las economías nacionales, en especial las negociaciones ruinosas de deuda externa, las emisiones irresponsables de títulos, las ventas o entregas a precio vil de bienes del estado y las renuncias a la jurisdicción nacional. Si bien habría otras conductas que podrían en el futuro ser tipificadas como delitos económico-políticos, de momento sería elemental tipificar la más notoria para nosotros, que merecería la denominación de economicidio.  

No sería necesario mayor esfuerzo para construir un tipo penal que, sobre la base del de administración fraudulenta, agregue la lesión de desbaratamiento de la economía nacional, o sea, que abarque la lesión que ahora queda impune y permite que la pena de ese delito no pase de un máximo de seis años.

La denominación correcta de este delito sería economicidio, pues etimológicamente expresa la idea a la perfección. Economía es administración, proviene de oeconomia del latín y de oikonomía del griego como administración de una casa, dado que recepta la raíz sánscrita weik-[5], que indica casa, o sea, dirección o administración de una casa, para pasar luego a toda forma de administración[6]. En el caso, podemos decir que el inc. 7º del art. 173 vigente sanciona la administración ruinosa de una casa, pero de lo que se trata es de prever la de todas las casas.

Quizá un día el derecho internacional tipifique este delito como crimen contra la humanidad, en razón de su masiva lesividad y sus letales efectos, porque la destrucción de una economía y la regresión del desarrollo de una nación, es obvio que produce muertes. Hoy esta posibilidad parece lejana, dado el enorme aparato del poder financiero transnacional, pero hace cien años parecía lo mismo respecto del genocidio.

Cabe aclarar que es obvio que con la sanción de un tipo de economicidio a nivel nacional e incluso al internacional, nunca se lo erradicará por medio del derecho penal, al igual que el resto de las conductas que Naucke llama delitos económico-políticos, puesto que son cometidos por el poder financiero transnacional y sus agentes y cooperadores, y sólo se evitarán cuando los Estados recuperen su poder político y reparen la incapacidad o corrupción de sus propios órganos de control financiero.

No obstante, cabe sostener que intentar tipificar penalmente el economicidio no es una meta inútil, puesto que, al igual que en el caso del genocidio, si bien verificamos que por tratarse de un hecho de poder la tipificación internacional y nacional no evita su reiteración, no es menos cierto que, por un lado, la reafirmación del acotamiento del poder punitivo propia del derecho penal liberal  o de garantías lo previene en el orden interno de cada estado, en tanto que por otro resulta también sumamente saludable condenar a los genocidas que perdieron el poder, porque si bien la selectividad estructural del poder punitivo hace imposible condenar a los que no lo han perdido -o a los que gozan de su protección-, al menos podemos señalarlos como criminales con base en el derecho positivo vigente y no en razón de meras apreciaciones ideológicas o subjetivas.

Buenos Aires, 29 de diciembre de 2021.

* Profesor Emérito de la UBA.

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